LECTURAS 2017/2018

26 SEP 17 Manual para mujeres de la limpieza - Lucía Berlin

30 OCT 17 Patria – Fernando Aramburu

21 NOV 17 24 horas en la vida de una mujer – Stephan Zweig

19 DIC 17 La calle de la judería - Totti Martinez de Leza

30 ENE 18 Demonios familiares – Ana Mª Matute

27 FEB 18 Media vida – Care Santos

20 MAR 18 El blog del Inquisidor - Lorenzo Silva

24 ABR 18 Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido – Paloma S. Garnica

29 MAY 18 El domingo de las madres – Graham Swift

26 JUN 18 Ojo de pez - Antonio J. Ruiz Munuera

jueves, 9 de abril de 2015

El bicho de Kafka cumple un siglo. Se celebra el centenario de la edición de ‘La metamorfosis’

El 22 de noviembre de 1912 Max Brod, el amigo íntimo que desobedeció la orden de Franz Kafka de quemar todos sus escritos cuando hubiera muerto, le escribió a Felice Bauer, la entonces novia del escritor. Intentó explicarle que el autor pasaba una mala época y que sus padres no eran conscientes de que para un ser excepcionalcomo él “son necesarias condiciones igualmente excepcionales con objeto de que su delicada espiritualidad no se marchite”.
Ese ser excepcional, frágil, tremendamente nervioso, y básica y fundamentalmente obsesionado con la escritura, redactó entre el 17 de noviembre y el 7 de diciembre de 1912 una de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos. Se publicó unos años después, en 1915, así que toca celebrar un siglo de vida de aquella singular historia que se inicia cuando el viajante de comercio Gregor Samsa, “tras despertar de un sueño intranquilo”, descubrió que se había transformado en “un monstruoso bicho”. La editorial Nórdica ha aprovechado la ocasión para estrenar una nueva traducción, de Isabel Hernández, en un volumen que ha ilustrado Antonio Santos, con prólogo de Juan José Millás y que ha optado por titular La metamorfosis. Navona se ha decantado en cambio por La transformación, y de llevar la narración del alemán al español se ha ocupado Xandru Fernández.
'La metamorfosis' de Kafka
Otra de las ilustraciones para 'La metamorfosis', en la edición de Nórdica Libros.
Kafka (1883-1924) había conocido a Felice en agosto de 1912 y en septiembre le escribió la primera carta. El 1 de noviembre ya le dejaba perfectamente claro cuál era su mayor obsesión: “Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados. Pero el no escribir me hacía estar por los suelos, para ser barrido”. Por entonces estaba trabajando en una novela, que Brod publicaría con el título de América. Pero se había atascado. Como a Felice le daba cumplida cuenta de todo lo que le ocurría, el 17 de ese mismo mes le anunció que se le había ocurrido un cuento que lo llevaba asediando desde “lo más hondo” de sí mismo.
El autor escribió su historia en 21 días de finales de 1912 y la publicó en 1915
Lo sorprendente de esta singular historia es la naturalidad con la que Gregor se toma su transformación. Las cosas han cambiado, parece que no lo entienden cuando se dirige a sus padres y a su hermana, va a llegar tarde al trabajo, no sabe muy bien todavía cómo va a bajar de la cama para ponerse en marcha, tiene un molesto dolor en el costado y cuando lo toca con una de sus patas siente escalofríos. Pero, en fin, Gregor es consciente de que algo tendrá que hacer, y se aplica a ello.
“También al héroe de mi cuento le han ido hoy las cosas excesivamente mal”, le contó Kafka a Felice en una carta del 23 de noviembre de aquel año. Le acababa de advertir que el cuento le daría “un miedo espeluznante”. El 24 insiste: “Mi amor, pero qué extremadamente repulsiva es la historia que acabo de apartar a un lado para recuperarme pensando en ti. Ha avanzado ya hasta un poco más de la mitad, y en conjunto no estoy descontento de ella, pero en cuanto a nauseabunda, lo es de un modo ilimitado, y cosas como esas, te das cuenta, provienen del mismo corazón en el que tú habitas y toleras como morada”.
 El proceso de creación 
quedó consignado 
en las cartas a su novia
Un asunto nauseabundo que produce un miedo espeluznante. Kafka seguramente tenía razón cuando hablaba así de su pieza, pero lo paradójico del asunto, como ocurre con casi todo en su obra, es que el relato está también atravesado por un sutil humor y que habrá algunos a los que, más que miedo, lo que les inspira el viajante de comercio convertido en escarabajo es una tremenda ternura, simpatía, complicidad incluso. ¿De qué habla, en realidad, este cuento?
El responsable de la edición de las obras completas de Kafka en español, Jordi Llovet, ha escrito que hay algo esencial en su arte narrativo: “El sentido literal de un relato no es más que un armazón que sugiere, sino fuerza, una actividad interpretativa; y esa actividad no es sólo laberíntica, sino interminable”. Tiene razón, al mismo tiempo que se va leyendo la narración, van surgiendo hipótesis muy diferentes sobre el sentido de lo que cuenta. Hay, pues, muchas interpretaciones posibles. Y todas, además, perfectamente discutibles. Nabokov se enfadaba con aquellos que decían que el bicho era “muy apropiado para caracterizar el sentimiento de inutilidad frente al padre”: “Me interesan las chinches, no las chinchorrerías; así que rechazo esta clase de disparates”.
Eso sí, Kafka velaba constantemente por todos los detalles. Cuando el relato iba a publicarse en 1915, y supo que llevaría alguna ilustración, escribió de inmediato a los editores: “Resulta que se me ha ocurrido, dado de que Starke será realmente el ilustrador, que quizá esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto no, por favor! El insecto mismo no debe ser dibujado. Ni tan solo debe ser mostrado desde lejos...”. Conviene decir que en las ilustraciones de Antonio Santos del nuevo libro de Nórdica, el bicho no aparece por ninguna parte.

Tras el conejo que llega tarde


Una niña, un punto más aburrida y perezosa de lo que sería deseable (no le gustan los libros sin ilustraciones ni diálogos), penetra en la madriguera de un conejo blanco al que ha estado siguiendo y desde allí accede a uno de los mundos de fantasía más fascinantes que ha dado la literatura infantil. Así arranca —seguro que lo han adivinado— Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, de cuya publicación se conmemora el 150º aniversario. Su autor, Charles Ludwig Dodgson (1832-1898), más conocido como Lewis Carroll, era un típico glergyman victoriano, gazmoño, tartamudo y de una desarmante timidez, que ejercía como don de lógica y matemática en el Christ Church de Oxford: una existencia tan ordenada y desprovista de acontecimientos que justifica que Virginia Woolf afirmara de él que “no tuvo vida”.
Hoy sabemos que el germen de su obra más conocida le sobrevino muy cerca de allí, durante un paseo en barca, acompañado por otro reverendo y tres niñas, por el Isis, que es el nombre que toma el Támesis a su paso por la ciudad. En aquella excursión, Dodgson improvisó, como entretenimiento para sus pequeñas invitadas, un enloquecido relato, rebosante de jitanjáforas y calambures, en el que lógica y azar, naturaleza e imaginación anticipaban el armazón de lo que sería su obra maestra. Una de las niñas, Alicia Liddell, fue el modelo en que se inspiró para el personaje homónimo; los biógrafos (véase, por ejemplo, Lewis Carroll, de Morton Cohen; Anagrama, 1998) no se han puesto de acuerdo acerca de la exacta naturaleza de la atracción que esta niña ejercía sobre él. Enorme, en todo caso. Dodgson, que gozaba de la amistad y confianza de la familia Liddell, consiguió fotografiar vestido y desnudo aquel cuerpo de nymphetteprepúber que tanto le atraía. Aquellas placas, que hoy quizá constituyeran prueba de una nunca demostrada pedofilia, son otras tantas obras maestras de un arte que estaba entonces en sus comienzos. En todo caso, el autor de Alicia en el país de las maravillas (1865) y su secuela Al otro lado del espejo (1871) ha ejercido una duradera influencia —más marcada en la anglosfera— en la literatura (infantil o no) y en el pensamiento posterior. A los surrealistas les fascinaba su mezcla de humor satírico y nonsense, y encontraron en la habilidad del autor para fablistanear una muestra precursora de la asociación libre y del flujo de conciencia: Max Ernst, Aragon y Breton ( que escribió: “Todos los que conservan el sentido de la revuelta reconocerán en él a su primer maestro en hacer novillos”) se cuentan entre sus más grandes admiradores. Por otra parte, la huella de Carroll en la filosofía británica no debe ser subestimada: de Russell a Wittgenstein, pasando por Moore, Austin y Ayer, son pocos los pensadores que no le hayan rendido tributo como constructor de silogismos encadenados (los sorites), enrevesadas paradojas, juegos de palabras y diagramas lógicos, o que no hayan reconocido su habilidad para ironizar, a través de sus personajes infantiles, en torno a sesudas cuestiones de la filosofía. Desde esa perspectiva, hay quien ha visto, por ejemplo, en el gato de Cheshire —cuyo cuerpo a veces se volatiliza dejando atrás únicamente su enigmática y eterna sonrisa— un trasunto de la (im)posibilidad ontológica de un accidente sin substancia; o en las discusiones de los hermanos Tweedle (en Al otro lado del espejo) la huella de berkeleyanas disquisiciones acerca de la realidad o irrealidad de las cosas del mundo. Eso sin descender a la suave sátira simbólica de los políticos contemporáneos (Bill el lagarto aludiría a Benjamin Disraeli) o de sus colegas en el Christ Church. Por lo demás, Alicia en el país de las maravillas y su secuela no han dejado de influir desde su publicación en las manifestaciones más variadas de la cultura popular: desde canciones y relatos hasta el cine (la última gran versión, muy libre, es la de Tim Burton en 2010). Alicia en el país de las maravillas se encuentra traducida, y en ediciones muy variadas, a todas las lenguas españolas. Recomiendo, para los que además de leerla deseen descifrarla, la estupenda versión con explicaciones de John Gardner Alicia anotada, traducida por Francisco Torres Oliver, que incluye las increíbles ilustraciones de John Tenniel (1820-1914) y que Akal publicó hace unos años. Por lo demás, en su 150º aniversario, lo mejor es desear una vez más a este libro inmortal, y tal como nos enseñó Humpty-Dumpty (el único huevo experto en semántica que conozco), ¡feliz nocumpleaños!